María era una señora entrañable a la que revisaba clínicamente desde hacía más de dos décadas. En este periodo nos dio tiempo a conocernos bien. Habíamos comentado en varias ocasiones como afrontaríamos (hablaba en plural) si a ella le diagnosticaban alguna vez una enfermedad incurable o terminal. No le gustaría pasar el final de sus días, si fuera posible, en un hospital. Prefería estar en casa rodeada de los suyos. Era una señora religiosa y quería recibir asistencia espiritual antes de irse de este mundo. Llegó el momento a sus 88 años. Estuvo en tratamiento paliativo domiciliario algunos meses. En el último mes comenzó un declinar sin vuelta atrás. Unos días antes de finalizar su vida me pidió ver a un sacerdote. Me sorprendió. ¿Tenía que ser yo el encargado de este tema si estaba allí su familia? Fue una lección para mí. Conmigo había pactado sus últimos días. Era parte de su tratamiento. Igual que me solicitaba un incremento de dosis por dolor, quería que le buscara alivio espiritual. Para ella quizás más importante que la molestia física*.
*Es un caso clínico real. El nombre de la paciente es figurado. Agradezco a su familia la autorización que me han otorgado para su publicación.
Todos los médicos hemos vivido con nuestros pacientes o familiares situaciones finales. En algunas especialidades es algo muy común. La población en general nos identifica con la curación y la vida. Pero no se les escapa que también estamos muy cerca de la muerte. Es algo a lo que desgraciadamente nos aproximamos muy a menudo.
Para nosotros es normal indicar un determinado procedimiento quirúrgico o revelar un diagnóstico. Lo hacemos habitualmente con soltura e intentamos explicarlo de forma llana. Sin tecnicismos. Para que el enfermo lo asimile. Le demostramos que estamos preparados técnicamente. Respondemos sus preguntas para generarle confianza antes del procedimiento. Sin embargo, solemos demostrar una falta de entereza para dialogar con el enfermo sobre el final de su vida. No sólo no propiciamos estas conversaciones, sino que en la mayoría de las ocasiones las rehuimos. Se ha publicado que sólo la mitad de los pacientes que querían manifestar sus preocupaciones transcendentales pudieron hablarlo con su médico. Como se recoge en este trabajo los clínicos tendemos a cambiar de tema y reconducir la conversación a aspectos médicos cuando se aborda el tema religioso con familiares de pacientes graves. En general, estamos poco preparados para afrontar un tema que les preocupa a muchos de nuestros pacientes como muy bien se recoge en este post.
A pesar de intentar no involucrarnos para muchos enfermos es un tema que les importa de forma considerable. Hasta un 70% de los que se acercaban al final de la vida querían que su médico conociera sus tendencias espirituales según se recoge en un reciente trabajo publicado en JAMA. Esto hacía que se sintieran mejor atendidos. Los pacientes que no ven satisfechas sus necesidades espirituales califican la asistencia como de peor calidad. Es un parámetro importante para tener en cuenta ahora que tanto nos preocupa y ocupa la experiencia del paciente.
La brecha existente entre lo que el paciente desea y recibe es una imagen especular de lo que ocurre con los clínicos. En este artículo el 80% de los médicos de UCI creían que indagar sobre las preocupaciones religiosas de los pacientes era su responsabilidad. Además, reconocían no sentirse incómodos cuando estos temas se abordaban con el paciente o la familia. Sin embargo, a pesar de todo ello sólo el 14% lo ponía en práctica. Este trabajo puso de manifiesto que a menor número de años de experiencia los clínicos encontraban más dificultad para dialogar sobre el tema espiritual. Una vez más estoy convencido que parte de la solución está más atrás. Deberíamos plantearnos si a nuestros alumnos en las facultades les estamos enseñado a abordar bien el tema de la comunicación con el paciente.
Los beneficios de contar con un final asistido en lo espiritual van más allá de la experiencia del paciente. Los familiares también quedan más confortados en el duelo. Estos presentan menor índice de depresión tras el fallecimiento. Existen además beneficios colaterales para el sistema sanitario. Estos enfermos tienen menor tasa de mortalidad en UCI y menor número de procedimientos agresivos a expensas de una mayor utilización de cuidados paliativos. En conjunto son enfermos menos onerosos. El coste medio de atención al final de su vida es menor.
Soy un convencido de la importancia de las decisiones compartidas. Es una forma adecuada de compensar el desequilibrio de conocimiento entre las dos partes y evitar una respuesta viciada. En las decisiones asistenciales el saber del clínico es muy superior al del paciente. Sin embargo, en muchas ocasiones sabemos poco de lo que realmente a él le importa. En ocasiones decidimos por él y en otras no le dejamos que lo haga. Parece que más pacientes de los que imaginamos necesitan que les ayudemos en el momento más difícil de su enfermedad y muchas veces no se lo ponemos fácil. En un artículo de JAMA el 94% de los encuestados se mostraron de acuerdo para que el médico le preguntara en el final de sus días por sus creencias y asistencia espiritual. Creo que preguntar no es ofender y quizás deberíamos tener presente que muchos enfermos quieren y esperan que les preguntemos. Puede que los estemos defraudando si no lo hacemos.