Lo llamativo es que ya no sorprende
La semana pasada, durante una sobremesa con amigos externos al sector sanitario, uno de ellos me preguntó si confiaba en que la inteligencia artificial pudiera llegar a diagnosticar mejor que nosotros. Respondí lo que pensaba: “eso ya está ocurriendo en algunos casos”. No lo dije con resignación, sino con la naturalidad con la que uno acepta que hay cosas que, a pesar de los muchos recelos y excusas que podamos poner, simplemente funcionan. Lo llamativo es que a ninguno le sorprendió mi afirmación.
En nuestro quehacer diario leemos noticias sobre tecnología, hablamos sin parar de innovación, llenamos las agendas de jornadas sobre transformación digital… pero en el sector sanitario seguimos, en muchos casos, actuando igual que hace 20 años. En la consulta, aún dedicamos más tiempo a los informes que a mirar al paciente. Y mientras tanto, la IA ya está diagnosticando retinopatía diabética sin oftalmólogos, valorando soplos desde un fonendo digital o diseñando nuevos antibióticos sin pasar por el laboratorio.
No es que el futuro esté cerca. Es que lleva tiempo entre nosotros y en muchas ocasiones no lo queremos ver o ¿no lo queremos aceptar?
La IA está cambiando la forma de hacer ciencia
Uno de los aspectos más revolucionarios que aporta la IA no es su capacidad para procesar millones de datos en segundos —eso ya lo sabíamos—, sino la forma en la que nos está obligando a repensar cómo descubrimos, cómo analizamos, cómo formulamos hipótesis. En ciencia, siempre hemos trabajado bajo una lógica inductiva: observamos, formulamos hipótesis y luego las comprobamos. Ahora la IA nos ofrece un camino inverso. Nos permite encontrar correlaciones invisibles, relaciones no previstas, estructuras que el ojo humano no identificaría jamás.
Un ejemplo fascinante es el del antibiótico abaucin, descubierto mediante un modelo de aprendizaje profundo entrenado con miles de compuestos y publicado en Nature. Este nuevo fármaco actúa contra una bacteria, Acinetobacter baumannii, difícil de tratar por su capacidad de generar resistencias. Lo hace activando un mecanismo que probablemente ningún investigador habría priorizado siguiendo la lógica tradicional.
Algo parecido ocurre con el desarrollo de algunos materiales. Ahora no necesitamos descubrirlos y luego determinar sus propiedades, sino que podemos definir qué necesitamos —ligero, resistente, conductor— y dejar que un algoritmo nos proponga la estructura más adecuada.
La validación más contundente de este cambio vino con el Premio Nobel de Química de 2023, concedido a científicos de Google DeepMind por AlphaFold su algoritmo capaz de predecir estructuras proteicas con una precisión sin precedentes publicado en la revista Nature. La ciencia más disruptiva puede surgir hoy en un centro de datos, no en una universidad.
Y esta lógica también ha llegado a la asistencia clínica.
El hospital ya no es el único lugar donde se pasa consulta
El gigante del comercio electrónico Alibaba ha diseñado un algoritmo capaz de diagnosticar el cáncer de páncreas en un TAC sin contraste triplicando la sensibilidad del ojo humano que para ello requiere la misma prueba pero empleando contraste intravenoso, lo cual añade más toxicidad al paciente. Este algoritmo ha despertado el interés de la FDA que lo ha clasificado como dispositivo innovador para acelerar su aprobación. El sistema LumineticsCore diagnostica retinopatía diabética de forma autónoma. Eko Health ha desarrollado junto con la Clínica Mayo, un fonendo inteligente capaz de detectar insuficiencia cardíaca en menos de 15 segundos. Y el ensayo MASAI, publicado en The Lancet Oncology, mostró que la IA puede igualar la doble lectura de mamografías por radiólogos disminuyendo un 40% la carga de trabajo.
Estos avances no son marginales ni anecdóticos. Todo esto ya está ocurriendo. En hospitales reales. Con pacientes reales.
Y, sin embargo, seguimos sin percibirlo como una revolución. Quizás porque el cambio no está siendo explosivo, sino tectónico. Las grandes tecnológicas, desde Google a Amazon, han entendido que la salud será uno de los grandes campos de batalla de la próxima década. Y no están esperando permiso. Están creando, desplegando y ajustando sus herramientas en tiempo real.
¿Queremos diseñar el sistema o solo usarlo?
Lo más paradójico de esta transformación es que no la estamos liderando desde dentro del sistema sanitario. Lo advertí ya hace tiempo en otro post, donde contaba que Amazon, Apple y otras tecnológicas estaban irrumpiendo en la salud no como proveedoras auxiliares, sino como verdaderos diseñadores del modelo asistencial. Cada día lo confirmo con más rotundidad.
Hoy lo que antes eran conjeturas son ya dispositivos aprobados por la FDA, algoritmos implantados en hospitales y empresas sin bata blanca que saben más de nosotros que nuestras propias historias clínicas. El sistema sanitario está cambiando, y lo hará aún más. Porque esta vez la transformación no viene de una nueva ley o de un decreto de financiación. Viene de la nube, de los datos, de la capacidad para convertir información en decisiones clínicas útiles.
Mantenemos prácticas heredadas del siglo XX en un mundo que ya piensa con lógica algorítmica. Seguimos considerando los datos como un tesoro intransferible, encerrados en historias clínicas que no hablan con nadie. Defendiendo nuestras rutinas, incluso cuando sabemos que están obsoletas. Y seguimos sin formar adecuadamente a los profesionales en el uso de estas herramientas. En lugar de liderar el cambio, nos estamos dejando cambiar.
La inteligencia artificial no cambiará el sistema por sí sola. Pero es una prueba tangible de por dónde va a venir el cambio. Lo importante no es la tecnología, sino lo que hacemos con ella para mejorar la vida de nuestros pacientes. Porque transformar el sistema sanitario no solo es una cuestión de innovación, sino de intención.
La pregunta que debemos hacernos no es si llegará el cambio, sino si queremos ser parte de él o dejar que otros —ajenos al sistema— lo diseñen por nosotros.
Y eso es peligroso. Porque la inteligencia artificial, como cualquier otra herramienta, puede ser transformadora o perversa. Todo dependerá de cómo la integremos. Si lo hacemos desde una lógica centrada en el valor, en la mejora de resultados clínicos y en la experiencia del paciente, será una aliada formidable. Si la dejamos en manos de modelos de negocio puramente transaccionales, corremos el riesgo de convertirnos en usuarios —y no en diseñadores— del sistema sanitario del futuro.
La buena noticia es que aún estamos a tiempo, pero el momento de actuar es ahora. Porque la IA ya no es una promesa, es una práctica. Cada vez que se despliega sin nosotros, perdemos una oportunidad de hacer mejor medicina. Algo parecido le ocurrió a Galileo, que tras ser obligado a retractarse de su afirmación de que la tierra gira alrededor del sol, susurró la célebre frase: “eppur si muove” —y sin embargo, se mueve—. Podemos negar la inteligencia artificial, retrasarla o ignorarla, pero ahí está, girando ya sobre nuestros pacientes.